Por
Carlos Higgie
El terreno era enorme y se veía al fondo un
conglomerado pequeño de árboles. La casa, decían, tenía más de treinta y siete
piezas, aunque vista desde afuera parecía bastante menor.
El padre y la madre decidieron que solamente
ocuparían uno de los cuartos de baños, la cocina más cercana y tres habitaciones más,
que usarían como dormitorios y sala de estar. La madre alimentaba unas ideas extrañas
con respecto a la mansión y sólo después de mucho esfuerzo el padre logró convencerla
y hacer la mudanza. Ella insistió y el padre pintó una raya amarilla de casi veinte
centímetros de ancho y dijo que nadie podría pasar de aquella línea divisoria y
dirigirse al universo misterioso y atrayente que eran las piezas deshabitadas y
prohibidas.
Daniel, Roberto y Leonardo se limitaron a jugar en
el patio, esconderse en el diminuto bosque creando mil fantasías y a curiosear, tratando
de descubrir algún acontecimiento increíble en la calle empedrada, que era otra frontera
para ellos. Colaban las caritas, llenas de expectativas, a la reja herrumbrosa y se
quedaban horas enteras esperado que pasara un dinosaurio, un héroe o un payaso. Pasaban
algunos autos, un ómnibus destartalado, el cartero pedaleando pesadamente una bicicleta
azul, demasiado pequeña para su tamaño y peso.
Llegaron los días de lluvia y los niños tuvieron
que recoger sus energías al interior de la casa. Miraron televisión, infernizaron la
vida de los padres, quebraron el vidrio de la sala jugando a la pelota y se aburrieron,
mientras un verdadero diluvio caía sobre la ciudad.
Daniel, desde sus destemidos dos años, un pedazo
enorme de torta en las manos, miraba fijamente hacia el otro lado de la raya amarilla.
Comía un pedacito de torta y observaba el movimiento a su alrededor. La madre tejía
cerca de la ventana, suspirando a veces, Roberto y Leonardo se peleaban por una figurita
con la imagen de un crack del fútbol mundial, el padre dormitaba en el sofá, con un
libro abierto casi cayendo de sus manos. Travieso, Daniel colocó el pie derecho del otro
lado de la frontera amarilla. Lo retiró. No pasó nada. Las paredes no se movieron, el
techo cayó, la lluvia continuaba cayendo. Todo permanecía igual, a no ser la mirada de
Roberto que parecía cuidarlo del otro lado de la sala. Sonrió, masticó un poco y saltó
sobre la raya. Roberto percibió todo y corrió, gritando que volviera. Llamó a la madre,
pero ella miraba por la ventana para un pasado lejano y magnífico. Ni siquiera se dignó
a mirarlo. Llamó al padre que dejó caer el libro y se acomodó en el sofá. Roncaba.
Daniel emprendió una loca carrera hasta la
primera puerta, Roberto lo siguió sin parar de gritar. Leonardo vio la escena de lejos y
corrió tras ellos. Daniel, colgándose del picaporte, ya había abierto la puerta. Uno a
uno, en rápida carrera, desaparecieron por la abertura. No se oyó nada más, los gritos
alborotados sucumbieron ante el murmullo de la lluvia.
Quince minutos después un relámpago certero (¿o
era un rayo?) y un trueno escandaloso, sustrajeron a la madre del mundo fascinante de su
juventud y la devolvieron a la húmeda realidad.
El padre roncó un poco más fuerte, se asustó y
despertó.
Sólo se oían las gotas gordas de lluvia
golpeando aquí y allá, casi parando. Un silencio desconocido los envolvió.
___ ¡Daniel!- llamó la madre- ¡Beto!
¡Leonardo! ¡Niños! ¿Dónde están?
Padre y madre se miraron asustados.
___ Pasaron para el otro lado de la raya amarilla-
dijeron al unísono.
Llamaron, gritaron, discutieron y se desesperaron.
Nada. Nadie respondía. Algunos minutos después escucharon un barullo ensordecedor, eran
autos frenando o chocándose, algo estallando, una manada desbocada, un avión rompiendo
la barrera del sonido.
Otra vez el silencio y pasos cansados
acercándose. Los tres, de manos dadas, pero bastante cambiados, salieron de una de las
puertas prohibidas y atravesaron, con pasos agotados y arrastrados, la frontera amarilla.
Daniel ya no tenía tan pocos años, había crecido y aparentaba quince o más. Roberto ya
tenía una barba pequeña y bien negra, Leonardo el pelo largo y una barba castaña
grande, parecía adulto.
Se abrazaron a los padres y lloraron. Hablaban de
años. De muchas luchas y sufrimientos. La madre, asustada, los llevó al baño y los
dejó en paz para bañarse y afeitarse.
Comieron casi con desesperación, hablaron de
hechos extraordinarios y de cosas que las palabras no podían explicar. El padre y la
madre, boquiabiertos, los vieron comer y hablar, relatando una historia fantástica.
Cuando la lluvia recomenzó se fueron a dormir y
soñaron que eran niños y habitaban una casa enorme como el universo.
La madre y el padre, temblorosos y de manos dadas,
miraban fijamente hacia la raya amarilla, casi tocándola con las puntas de los zapatos.