EL FOTÓGRAFOPor Carlos Higgie
Decididamente andaba en la mala. Había
discutido con su mujer (ella le echaba en cara lo mucho que gastaba para alimentar su
sueño), lo habían suspendido en el trabajo por faltar sin aviso ni justificación y,
para colmo, ni siquiera lo mencionaban en el concurso.
Hermindo estaba seguro que su fotografía era la
mejor. Invirtió en ella mucho tiempo y paciencia; se comió fríos y, en ocasiones, se
desveló pensando en cómo la haría.
Estuvo muchos días de guardia en la cancha de
fútbol, mejor: en el potrero del barrio. Eligió aquellos partidos más prometedores, fue
a aquellos encuentros entre barrios de dudosa reputación; trató, incluso, de forzar el
clima propicio. Y nada ocurría.
Hasta que un día, en un partido muy reñido, se
produjo una verdadera batalla campal. Un penal mal cobrado fue el pretexto, el chispazo
inicial. Llovieron puñetazos y aparecieron algunas navajas y palos. Hermindo gastó un
rollo completo, casi sin focalizar, embriagado, poseído por una tremenda ansiedad.
Envió tres fotografías al concurso, pero su
favorita era una ampliación de una imagen general de la pelea. Esa ampliación consistía
en un primer plano fuera de foco, que era un pedazo de espalda, un brazo, una mano armada
con una navaja. Más atrás, bien nítido, un rostro que pasaba de la ira al miedo, de los
párpados entrecerrados y rabiosos, a los ojos abiertos y con pánico. La boca del
muchacho comenzaba a ensayar una negación, un "no" incapaz de detener a aquella
mano, presa de la furia.
___ Me hubiera gustado le dijo a su mujer
que la navaja estuviera penetrando en la mejilla, que la sangre saltara y que la
boca, y los ojos, expresaran todo el dolor del mundo.
Su mujer lo miró y, diciéndose que cada vez lo
conocía menos, corrió a refugiarse en el teleteatro de turno.
Pero su obra no tuvo éxito. Los premios se
otorgaron a fotografías infantiles y casi inexpresivas.
___ No tiene importancia,- le decía a Roberto
otra vez será...
Roberto, oyente forzado de mil y una charlas,
asentía con la cabeza.
Estaba convencido que era un genio y que éstos
nunca eran valorados en su real dimensión. Era algo así como mirar un edificio a cinco
centímetros de distancia.
___ Son las generaciones futuras las que otorgan a
los destacados su lugar exacto, porque se alejan y adquieren una pespectiva mayor...
Su amigo volvía a mover la cabeza
afirmativamente.
En esos momentos, cuando todo se desmoronaba a su
alrededor, pensaba en los grandes hombres del pasado, muchas veces rechazados por su
tiempo.
Apesar de su autoconsolación caía en profundas
crisis, se aislaba, faltaba al trabajo y casi no le hablaba a su mujer.
En aquella tarde de invierno, salió por primera
vez después de su fracaso. Se sentía tibiamente optimista. Con un poco de suerte, y
voluntad, podría superar las eternas discusiones con su mujer, la cuerda floja que era su
trabajo y su reciente traspié.
Abrió el diafragma hasta f/5.6 y salió a la
calle, sintiendo que el frío se colaba por la suela descosida, por las mangas y por el
cuello. Tomó por una calle tan solitaria que ni árboles tenía. Lo único que se
divisaba era una vieja, muy gorda, que caminaba hacia él con cierta dificultad.
Lo demás eran puertas cerradas, autos
estacionados, mudos, algún montón de basura, sin moscas ni perros... Después la tarde
gris y fría. Instantáneamente, pensó que la vieja sería un buen tema. Se acercaría
hasta uno o dos metros y trataría de captar su rostro: gordo, cansado, desagradable, tal
vez.
Mientras pensaba en eso, vio a la mujer vacilar,
manotear el aire y apoyarse en la pared. Corrió hasta ella y pudo oír su jadeo.
___ Ayúdeme- suplicó, con una vocecilla que
contrastaba con su gruesa humanidad.
Él la miró y reprimió su primer impulso de
caridad; enfocó y apretó el obturador.
___ ¡Señor...!- gimió la vieja, mientras se iba
arrodillando.
Hermindo corrió el rollo, enfocó, observó el
fotómetro y apretó el obturador, sintiendo bajo la piel un cosquilleo inexplicable.
Después ya no volvió a ver con dos ojos, todo lo que vio pasó por la cámara antes de
llegarle a la retina.
La mujer se arrodilló, abrió la boca, extendió
las manos trémulas como una niña pidiendo comida, cayó hacia adelante sin decoro
alguno, se aferró a la pierna de Hermindo, giró sobre su cuerpo hasta quedar boca
arriba, y lanzó un último chillido.
Hermindo, prisionero de quién sabe cuál musa,
corría el rollo, enfocaba, disparaba, captando cada instante, cada gesto.
Cuando la vieja quedó estática, aferrada aún a
su pierna, llena de un silencio plomizo, él bajó la cámara, mientras el sudor se le
congelaba en la piel.
Se quedó con los brazos caídos, las piernas
separadas, con la desagradable sensación de que todo giraba, de alguien movía el piso y
que solamente permanecían estáticos él y la vieja, con su mueca absurda, estúpida,
como todas las cosas. |