SEDUCCIÓN Por Carlos
Higgie
A esa edad todo parece primavera y sonrisas. La
vida insinua que será eterna y mágica, apesar de que el presente puede ser un poco gris
y bastante preocupante. Crece desde el alma una cosquilleante sensación, sensual y
agradable, que lubrifica la piel e ilumina los ojos.
_ Tenés la piel de durazno - elogiaba Tío
Humberto, alargando el cariño, navegando su mano temblorosa por el brazo juvenil, todo
fino vello y electricidad.
Tío Humberto, que era dolorosamente feo y muy
simpático, se desvivía por ella. Todos los meses le daba un poco de dinero, "para
tus pequeñas fiestas", le decía; le regalaba objetos que le serían de mucha
utilidad en su día a día. También la abrazaba con ternura y la envolvía con su
protección, muchas veces confusa.
Una o dos veces por mes, la llevaba a cenar. Iban
a restaurantes elegantes y caros. Él le enseñaba los secretos de la etiqueta y de los
buenos modales a la mesa. Le describía, con lujos de detalles, los platos que solicitaba
al maitre. Se extendía citando diferentes maneras de preparar la misma carne y cuáles
eran los acompañamientos más indicados. A veces se detenía en prolongadas disertaciones
sobre culinaria. Era un experto en bebidas y comidas, por lo menos para Cándida, tan
joven y tan inexperiente. La adolescente se deleitaba con aquellas veladas. Él la hacía
sentirse mayor. Más madura. Más mujer. Eran noches agradables y divertidas, plenas de
emociones y descubrimientos. Apesar de la alegría, no dejaba de percibir las sonrisas
irónicas y las miradas censuradoras que, en más de una ocasión, los rodeaban. Cómo
podían pensar que tío Humberto y ella...?
A veces sentía la mano, casi senil,
trasmitiéndole una vibración diferente, un calor preocupante, una humedad que la agitaba
y la obligaba a replegarse, a defenderse. Más tarde se tranquilizaba y volvía a ser
receptiva a los cariños de su tío y padrino.
Él era casado, en segundas nupcias, con una vieja
gorda y desconfiada, que parecía odiar hasta el nombre de Cándida. Por esa razón la
muchacha iba poco a la casa del tío, prefería encontrarlo en restaurantes y, en algunos
atardeceres, en barcitos informales, que unen la tarde con la noche, entre risas
divertidas, choque de vasos y humo de cigarrillos.
Su amiga Malú, más experiente en los asuntos de
la vida, trataba de convencerla que había algo extraño en aquella relación. Cándida
alejaba sospechas e insinuaciones con un argumento que consideraba inatacable:
"Aparte de hermano de mi padre, es mi padrino".
Tío Humberto no era rico. Disfrutaba, no
obstante, de una posición bastante holgada. Había viajado tres veces a Europa y una vez
a los E.E.U.U. Tenía un apartamento en el centro de la ciudad y una casa en una playa
cercana. Amaba los buenos vinos, las buenas bebidas en general, la comida preparada con
cierta sofisticación y podía darse pequeños lujos gastronómicos.
Cándida, que casi lo idolatraba, sólo le
reprochaba su obstinación en conservar su viejo auto, un modelo de treinta años atrás.
___ Los objetos, las máquinas que usamos-
explicaba él con mucha paciencia-, son como nosotros: tienen alma. Son animales sensibles
que se apegan a nosotros y disfrutan de nuestras presencias. Cómo podría dejar mi
automóvil en un depósito para vehículos usados? No sobreviviría lejos de él. Mi
placer y su placer sólo se consuman cuando estamos juntos.
Así Cándida se enteró de la primera relación
sexual del tío que, como era de suponer, se desarrolló en el banco trasero de su auto.
Había una extraña comunión entre el hombre y el
auto; una ilógica y mágica compreensión mutua. Eso perturbaba mucho a la muchacha.
En las vacaciones de invierno, la invitó a pasar
unos días en la playa.
___ En la playa?- se sorprendió ella - Con este
frío?
___ Por qué no? Los balnearios están vacíos, el
aire es puro, la playa puede ser toda nuestra .
Fueron en el auto de tío Humberto. Desde el
primer instante la muchacha sintió la hostilidad de la tía. No se atemorizó y pasó
rápidamente a la ofensiva. Él parecía divertirse presenciando el enfrentamiento de las
dos.
La casa era confortable y bien distribuída.
Construída en una elevación, permitía ver, desde sus amplios ventanales, parte de la
playa.
Cándida estaba en el que sería su dormitorio
cuando entró el tío. Comenzó a dar rodeos, explicando cosas que no necesitaban ser
explicadas y terminó entregándole una caja grande, pidiéndole que durante aquellas
vacaciones se vistiera, por lo menos una vez, con aquellas ropas.
Dentro de la caja había un par de tenis, medias,
ropa interior, una camisa, una pollera, una campera de lana y un gorro, también de lana.
Acompañando el conjunto, una bufanda colorida. Sólo de pasar la mano por la ropa
interior, increíblemente sedosa, la muchacha se sintió colmada de felicidad.
Pasaron los días sin mayores novedades. Largas e
inacabables discusiones con la tía, paseos interminables por la playa, noches que se
alargaban condimentadas por las historias fantásticas, narradas por tío Humberto.
Una tarde, a la hora de la siesta, Cándida
decidió que usaría la ropa que su anfitrión le había regalado. Corajosa, resolvió
enfrentar la ducha. Mientras se enjabonaba, con esmero, una sensación de malestar, como
si alguien estuviera observándola, entrando en su intimidad, la dominó. Buscó la fuente
de su inquietación. Sólo encontró el ojo de la cerradura, mirándola insitentemente.
Imaginó que del otro lado de la puerta, alguien la observaba. Él, talvez. No inició
ningún gesto de defensa: tapar los senos y su vulva o tirar alguna pieza de su vestuario
o una toalla, en el picaporte, para tapar el agujero de la cerradura.
La idea de que alguien la espionaba y la deseaba,
la excitó, despertó en ella una sensualidad, un fuego hasta entonces desconocido o
reprimido. Se esmeró en poses obscenas, mientras terminaba de bañarse y secarse.
Envuelta en una toalla abrió sorpresivamente la
puerta: no había nadie. Pasó por el dormitorio de los tíos: la gorda dormía boca
arriba, roncado despreocupadamente; el hombre, en la posición fetal, parecía dormir
calmamente.
En su habitación, después de peinarse con mucho
cuidado, se pusó lentamente, frente al espejo, como si estuviera representando para
alguien, la ropa nueva.
Cuando terminó de arreglarse, tres golpes firmes
la sorprendieron. Abrió la puerta. Era él.
___ Veo que elegí bien- dijo.
Ella no respondió.
___ Vamos a dar un paseo por la playa- propuso
él-, pero antes quiero que veas algo.
La llevó al garaje. Allí estaba el viejo auto,
mirándola con aquellos ojos de vidrio. En un rincón, una bicicleta rosada.
___ Es para vos- dijo tío Humberto.
Era una bicicleta como todas, pero el banco la
dejaba realmente extraña. Era un asiento casi cilíndrico, con una base algunos
centímetros más ancha y una punta que se afinaba un poco. Levemente inclinado hacia
arriba, parecía una pequeña bazooka.
___ Es un poco extraña- comentó ella.
___ Fue diseñada para vos.
Cándida pasó la mano por el asiento. Se
estremeció: parecía una cosa viva. La suavidad la hizo recordar su ropa interior.
El tío percibió su turbación. Tomó la
bicicleta por el manubrio con una mano, con la otra apretó suavemente el brazo de la
sobrina y salió del garaje.
Atardecía. La playa estaba desierta. Cándida
tiritaba de frío. Él la aconsejó a dar unas vueltas en la bicicleta, para calentar los
músculos. Comentó que era mejor andar cerca del agua, pues allí la arena era más
firme.
Cándida, como hipnotizada, subió a la bicicleta
y pedaleó con energía, casi tocando en el agua salada, que iba y venía, como si
quisiera lamer las ruedas del vehículo. Pedaleó , alejándose del tío, sintiendo que el
viento castigaba su rostro y su cabello. Siempre parada sobre los pedales, inclinó la
bicicleta hacia la izquierda y giró; Vio que se había alejado mucho. El hombre se
perdía, a lo lejos, en la semipenumbra del anochecer. Se sentó. El asiento pareció
moverse, mientras su trasero se acomodaba sobre él. Se paró otra vez, pedaleó con
fuerza y volvió a sentarse. Algo mágico e inexplicable estaba sucediendo. El banco,
suave y duro, parecía moverse de abajo para arriba, hacia adelante, de arriba para abajo,
hacia atrás. Se paró nuevamente, dejó que la bicicleta deslizara por su propio impulso.
El tío la observaba, semioculto por su sobretodo gris y la casi penumbra del anochecer.
Giró hacia la derecha y volvió a sentarse. No
había duda, aquella cosa se movía, con vida propia, entre sus piernas. Lo más asustador
era que el movimiento le trasmitía una agradable turbación, una aceleración loca de la
sangre en las venas.
Giró hacia la izquierda. El hombre continuaba en
el mismo lugar. Observando.
Era una cosa loca. El movimiento, que había
comenzado con cierta lentitud, con cierta hesitación, se aceleraba cada vez más, a
medida que ella pedaleaba con más energía, con más fuerza, con más pasión. En el
momento culminante, húmeda y perturbada, Cándida se sintió libre y desposeída,
abriendo la boca en un grito de miedo y de placer. Soltó el manubrio. Se sintió
proyectada hacia adelante, aterrizó de rostro, en la arena.
Por un instante, o por un siglo, naufragó en la
inconsciencia. Cuando volvió a la realidad, el rostro feo y ajado de tío Humberto estaba
muy cerca de ella. Entonces lo abrazó descontrolada y lo besó, buscando su lengua.
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